viernes, 21 de abril de 2017

La Muerte: Una Gran Aventura


Ante todo trataremos de definir este misterioso proceso al cual están sujetas todas las formas, y que frecuentemente sólo constituye el fin temido, temido por no ser comprendido. La mente del hombre está tan poco desarrollada que el temor a lo desconocido, el terror a lo no familiar y el apego a la forma, han provocado una situación en la que uno de los acontecimientos más benéficos en el ciclo de vida de un encarnado Hijo de Dios, es visto como algo que debe ser evitado y postergado el mayor tiempo posible.
La muerte, si sólo pudiéramos comprenderlo, es una de las actividades que más hemos practicado. Hemos muerto muchas veces y moriremos muchas más. Muerte es, esencialmente, cuestión de conciencia. En cierto momento estamos conscientes en el plano físico; en otro, nos retraemos a otro plano y estamos allí activamente conscientes. En la medida en que nuestra conciencia se identifica con el aspecto forma, la muerte continuará manteniendo su antiguo terror. Tan pronto nos reconozcamos como almas y hallemos que somos capaces de enfocar a voluntad nuestra conciencia y sentido de percepción en cualquier forma o plano, o en cualquier dirección dentro de la, forma de Dios, ya no conoceremos la muerte.

La muerte para el hombre medio es un fin desastroso, pues implica la terminación de todas las relaciones hu­manas, la cesación de toda actividad física, la ruptura de todos los signos de amor y afecto y el tránsito (involun­tario y disconforme) a lo desconocido y temido. Es lo mismo que salir de una habitación iluminada y agrada­ble, cordial y familiar, donde están reunidos nuestros seres queridos, y pasar a la noche fría y oscura, solo y aterrorizado, esperando lo que vendrá y sin ninguna se­guridad.
Pero las personas olvidan por lo general que todas las noches, durante las horas de sueño, morimos en lo que respecta al plano físico y vivimos y actuamos en otro lugar. Olvidan también que han adquirido ya la facilidad de dejar el cuerpo físico, porque aún no pueden conservar en la conciencia del cerebro físico los recuerdos de esa muerte y el consiguiente intervalo de vida activa, y no relacionan la muerte con el sueño. Después de todo, la muerte es sólo un intervalo más extenso en la vida de acción en el plano físico; nos vamos “al exterior” por un periodo más largo. Pero el proceso del sueño diario y el proceso de la muerte ocasional son idénticos, con la única diferencia que en el sueño el hilo magnético o corriente de energía, a través de la cual corren las fuerzas vitales, se mantiene intacto, y constituye el ca­mino de retorno al cuerpo. Con la muerte, este hilo de vida se rompe o corta. Cuando esto ha acontecido, la entidad consciente no puede volver al cuerpo físico den­so, y al faltarle a ese cuerpo el principio de coherencia, se desintegra.

Temor a la muerte.
Está basado en:
El terror, en el proceso final del desgarra­miento en el acto de la muerte.
El horror a lo desconocido y a lo indefinido.

La duda respecto a la Inmortalidad.
El pesar por tener que abandonar a los seres queridos o ser abandonado por ellos.
Las antiguas reacciones a las pasadas muer­tes violentas, arraigadas profundamente en el subconsciente.
El aferrarse a la vida de la forma, por estar principalmente identificados con ella en la conciencia.
Las viejas y erróneas enseñanzas referentes al cielo y al infierno, siendo ambas, perspec­tivas desagradables para cierto tipo de personas.

Como conozco el tema, tanto por la experiencia en el mundo externo como por la expresión de la vida interna, diré que: La muerte no existe. Como bien saben, hay una entrada en una vida más plena. Hay liberación de los obstáculos del vehículo carnal. El tan temido proceso de desgarramiento no existe, excepto en los casos de muerte violenta o repentina, entonces lo único desagra­dable es la sensación instantánea y abrumadora de pe­ligro y destrucción inminente, y algo que se parece a un shock eléctrico. Nada más. Para los no evoluciona­dos, la muerte es un sueño y un olvido, porque la mente no está bastante despierta para reaccionar, y el archivo de la memoria está prácticamente vacío. Para el ciuda­dano común y bueno, la muerte es la continuidad en su conciencia del proceso de la vida, y lleva a cabo los in­tereses y tendencias de esa vida. Su conciencia y sen­tido de percepción son los mismos e invariables. No percibe mucha diferencia, está bien cuidado, y a menu­do no se da cuenta que ha pasado por la muerte. Para el perverso y cruel egoísta, el criminal y esos pocos que viven únicamente para el aspecto material, se pro­duce esa situación denominada “atados a la tierra”. Los vínculos, que han forjado con la tierra, y la atracción hacia ella, de todos sus deseos, los obliga a permane­cer cerca de la misma y de su último medio ambiente terreno. Tratan desesperadamente por todos los medios posibles, de ponerse en contacto y volver a penetrar en él. En contados casos, un gran amor personal por quie­nes han dejado, o el incumplimiento de un deber reco­nocido y urgente, mantienen a quienes poseen bondad y belleza, en semejante situación. Para el aspirante, la muerte es la entrada inmediata en una esfera de ser­vicio y de expresión a que está muy acostumbrado, per­cibiendo enseguida que no es nueva. En las horas de sueño ha desarrollado un campo de servicio activo y de aprendizaje. Ahora sencillamente funciona en él duran­te las veinticuatro horas (hablando en términos de tiem­po del plano físico) en vez de las breves horas de sueño en la tierra.
Otro temor que induce a la humanidad a consi­derar la muerte como una calamidad es el que ha in­culcado la religión teológica, particularmente los Protestantes fundamentalistas y la Iglesia Católica Roma­na: el temor al infierno, la imposición de castigos, co­múnmente fuera de toda proporción a los errores cometidos durante una vida, y el terror impuesto por un Dios iracundo. Le dicen al hombre que debe someterse y que no hay escapatoria posible, excepto por medio de la expiación vicaria. Como bien saben, no existe un Dios iracundo, un infierno ni tampoco la expiación vicaria. Sólo existe un gran principio de amor que anima a todo el universo; existe la Presencia de Cristo, indicando a la humanidad la realidad del alma y que somos salvados por la vivencia de esa alma, y que el único infierno que existe es la tierra misma, donde aprendemos a trabajar por nuestra propia salvación, impulsados por el prin­cipio de amor y de luz e impelidos por el ejemplo de Cristo y el anhelo interno de nuestra propia alma. Esta enseñanza acerca del infierno nos recuerda el giro sádico que la Iglesia Cristiana, en la Edad. Media, dio al pen­samiento y a las erróneas enseñanzas establecidas en El Antiguo

Testamento, acerca de Jehová, el Dios tribal de los Judíos. Jehová no es Dios, ni el Logos planetario, ni el Eterno Corazón de Amor que Cristo reveló. A medida que estas erróneas ideas vayan desapareciendo, será eliminado, de la mente del hombre, el concepto del in­fierno y reemplazado por la comprensión de la ley que hace al hombre lograr su propia salvación en el plano físico, lo cual conducirá a corregir los males cometidos durante sus vidas en la tierra y que oportunamente le permitirá “limpiar su propia pizarra”.
No trato aquí de imponerles una discusión teológica; sólo procuro señalar que el actual temor a la muerte debe ceder su lugar a una inteligente comprensión de la realidad y ser sustituido por el concepto de continui­dad, que niega toda interrupción, y acentuar la idea de que existe una vida, una Entidad consciente, que ad­quiere experiencia en muchos cuerpos.

http://maestrosdecorazones.blogspot.com.es/

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